(atención, spoiler!)
Charlie Kaufman fue
capaz de imaginar, en esta historia, un artefacto que desafía al mal de amor,
al desamor, a esas historias trágicas en las que quedamos profundamente
atrapados y que nos vemos obligados a revivir una y otra vez. Como si un
extraño designio nos empujara empecinadamente a beber a cada tanto el mismo
veneno, con la esperanza de inmunizarnos en esa habituación, con el peligro de
no despertar nunca más, quedando atrapado en los sueños, los deseos, los
imposibles, las quimeras, aquellas frases dichas y nunca olvidadas, aquellas
caricias, aquella mirada abierta que te atravesó el alma.
Mejor una renuncia
total, y que un doctor que borra nuestros recuerdos y vivencias, nos quite de
la cabeza todo lo vivido, todo lo sentido, para no seguir sufriendo más, para no
estar ahí atrapados por más tiempo. Mejor ser liberados.
Pero hecha la
invención hecha la trampa, y en una segunda vuelta al tema, Kaufman aboga por
la inevitabilidad del destino, en el amor, como si se tratara de una fuerza
primigenia y profunda, ajena a la memoria y la experiencia. Es el viejo mito
platónico del ser que nos completa. De lo que no habla Kaufman es de qué pasa
cuando ese sentirse completado sólo es territorio de uno, y no haya eco en el
otro. Esa es otra historia, o tal vez, no es historia alguna.
La pareja de Olvídate de mí, aún tras borrar sus
recuerdos, se buscan y se encuentran en mil sitios, y esa aparente casualidad
con que dos enamorados se conocen, surge de nuevo una y otra vez, como si desde
el vacío de su memoria borrada algo siguiera uniéndoles. ¿Qué podría quedarles?
Ese algo es lo mismo
que los unió por primera vez, esa atracción viva y medular que reúne a dos
amantes y los funde. Kaufman postula que sigue viva, a pesar del tiempo, la
experiencia y el olvido. Y lo postula con una bellísima historia, llena de
poesía en sus imágenes y crisis continuas de los personajes. Todo les lleva una
y otra vez a estar juntos, y al mismo tiempo, a fracasar. Y aún así, se dicen,
habrá merecido la pena.
Bueno, cuidadito con
eso, me digo. En esta historia hay pureza y entrega, y ambos, él y ella, están
proyectados al otro, son de verdad. Por eso, me parece, un fracaso así vale la
pena, y la vale incluso repetirlo. Porque es una historia de amor, condenada al
fracaso, pero de amor verdadero. Los tortuosos caminos por los que Kaufman
llega a entender que el amor implica sufrimiento no están muy claros, pero no
distan mucho de los habituales: el miedo, la confusión, el dolor a ser dañados,
engañados, abandonados, etc, etc…
Llegamos al amor como a
la vida, dañados o no, dispuestos para vivir, para asumir, para entregar, o
nada de eso, heridos, nuestras alas rotas, la sonrisa partida, la mirada con un
borrón. El mundo y la herrumbre de los días hicieron su trabajo, y entre la
filigrana de aquello que nos hace ser lo que somos está lo mejor, nuestra dulce
piel, la magia de esa palabra, el color de aquella frase dicha, la mirada
derritiéndose e inundándolo todo. Pero también están el cansancio, las heridas
abiertas – y las cerradas – que cada batalla, cada refriega, nos hizo. También
esta ese niño perdido al que dejaron solo, falto de besos y caramelos.
Cuando llega el amor
uno está solo ante el mundo, y el otro, el amado. Luego, el mundo regresa y
empieza una reescritura total, hasta los colores, los sabores, el tacto de las
cosas, ha de redefinirse. Hemos mudado nuestra piel. Seguimos siendo nosotros,
pero al mismo tiempo, ha cambiado la mirada, y por tanto, el mundo y lo que
somos.