En uno de esos días en que en Cádiz golpea el viento como si
sacudiera el mismo horizonte bajamos en cortadura, ese hilo de arena, dunas y
tres mil años de abrazo que une Eriteia con el resto del mundo. Tras cruzar el
puente de madera nos esperaba el mar y era un milagro; porque hasta más allá de
cien metros nos recibía con una espuma blanca que hervía, brillaba y nos
hablaba con mil voces. Creo que en el aire flotaban la sal, el agua, y ese
recóndito del mar, ese olor-sabor profundo, viscoso y que parece contener el
secreto de la vida.
Tanta espuma, tanto viento y tanto batir y batir, y sobre la
orilla se había formado una colcha de punto imposible de espuma, espesa, en la
que si hundías un dedo sentías al aire respirar y liberarse. De alguna forma el
mar había atrapado en su sal el aire en un abrazo, y era como una capa de
merengue o nácar lo que a la orilla de este se había formado.
Era un día ligeramente nublado, pero yo creo que el mar
reía, con una risa plateada, blanca, pura, inmortal e inocente. Reía con
fuerza, reía con vida. Yo creo que el mar reía como yo río ahora, que me
acompañaba. Ahora que me acompañaba el mar, y tú, que de mi mano andas por el
mundo, y yo de la tuya ando por la vida.
La fuerza de sus olas casi desbordaban la playa, porque en
ese ímpetu y ferocidad alegre, quería invadir el terreno más allá de las dunas.
Y entre todo ese viento, y ese mar, entre toda la ferocidad
y alegría, entre todo el pálpito, el latido y el sacudir de la vida, podía sentir
la alegría golpear en mi cuerpo, su caricia pura, por haberte encontrado, por
habernos encontrado, por coincidir.
Y paseamos por la espuma, por las dunas, y recogimos una
planta con la mayor de las ternuras, y todo era una fiesta, y era nuestra, la hicimos
nuestra, y era para nosotros.
En el amor uno vibra con el mundo, y el mundo vibra con uno.
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