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miércoles, 16 de marzo de 2011

Por qué no escribo

     Mi vocación era el malditismo, seguro, pero me he dado cuenta muy tarde, cuando no hay remedio. Es difícil ser un maldito de clase obrera, desposeído y sin padres que te hayan mimado, complicado ensayar el sublime desprecio por las formas con unos abuelos de posguerra.  De mi barrio sólo salieron yonquis que acabaron luciendo un cadáver joven y hermoso o canis de cerveza y esquina, donde consumen una existencia más absurda de lo normal. Con tanta mediocridad, entre tanto provincianismo, era casi imposible romper la vasija de la realidad hasta el extremo de ser sublime sin interrupción. Ser un maldito. Igual que ser culto, verdaderamente culto. A veces me parece que sólo son verdaderamente cultos los Ferlosio, los Goytisolo, toda esa prole de familias burguesas ilustradas. Gente como Borges, criado con su aya inglesa, jugando en la alfombra con la biblioteca de su padre. Mi abuelo sólo tenía novelas del oeste y libros de Ricardo de la Cierva. Hasta eso leí. Me gustaban las escenas guarras de esas novelas baratas, pero no esos párrafos insulsos que no entendía de aquel historiador facha. En ese contexto, mi primer libro a los nueve años, con lágrimas y peloteo, me lo compró mi abuela: Un capitán de quince años. Pero Verne es una mala influencia para un maldito porque lo conduce al camino de la regeneración, a tratar de rehabilitarse cuando apenas había comprendido su verdadera naturaleza.
               La regeneración, cambiar, ser mejor, ha sido mi objetivo durante toda mi adolescencia, mi juventud y mi edad adulta. Toda una vida tratando de no ser yo porque soy un maldito, pero no me había dado cuenta de esto último. Recuerdo que con diez años caminaba diez pasos por la calle con los ojos cerrados y cuando los abría tenía que empezar de nuevo, tratar de ser perfecto. En ese camino de perfección se me cruzó la ciencia y el afán por descifrar los arcanos de la vida y el universo, sobre todo el universo. Pensaba yo, en mi desintoxicación particular, que me interesaban las estrellas, pero ahora veo que era la negrura infinita, el vacío del espacio interestelar lo que seguramente me atraía. Años así. Al menos la pasión fue cierta. La pasión y la amistad. Pero confundí mi destino que no era la sabiduría, sino su reverso tenebroso.
               Luego – y ahora suena Hotel California en la radio –  la pasión despertó pero estaba mareado, perdido. No llegué a ensayar el malditismo que poseía en el amor, verdadero campo de batalla para poner a prueba las armas de la autodestrucción, porque tuve la malísima suerte de encontrar casi a la primera una buena mujer. Encontré la mejor, di con la buena. El resto cobardía y afán de supervivencia. Me hice el guardián del tesoro, su tesoro. De lo poco que ha valido la pena, entre las pocas cosas que voy a llevarme.
               Atracción por el vacío, la oscuridad, la noche. Indiferencia al desorden, a que te rodee la mierda, casi cierto placer por nadar entre miasmas. Abandono de las cosas más esenciales, desprecio por la higiene. Confundir el tiempo, las horas, los días, las estaciones; y creer que eso es el paraíso en la tierra: la atemporalidad del caos. Tendencias suicidas, conservar ese final como un arma contra el mundo, saber que el mundo no va a quitarte la vida – como ahora hace – que antes ya te encargarás tú. Y apostar todo a unos minutos donde con esa expresión fulminante de la pólvora parece que te llega una visión plena de la vida, el universo, todo. Apostar a la revelación y la incredulidad.
               Yo era un maldito, y algo queda, no puede evitarse. Pero la buena vida, la suerte, finalmente la suerte, joder, y el tesoro inabarcable e inmenso de una mujer y un hijo me destrozaron el destino para el que estaba hecho, me salvaron – lo que es una canallada para un maldito -, hicieron de mí una buena persona.
      Ahora sé por qué no escribo, por qué me es tan difícil escribir, por qué es algo que va más allá de mi proverbial vagancia e ineptitud. Ahora he descubierto que la escritura, cierta forma de escritura, la más hiriente y real para mí, me viene dada de la mano de ese maldito; que con ella resucita y contamina las paredes y los besos, me deja un sabor de boca que acaba desplazándose a la garganta y ahí se queda. Ahora sé que el maldito sigue vivo, y convive peligrosamente con mi yo blanco e inmaculado, ese donde soy tan buena persona.

2 comentarios:

  1. Pensar que nuestro destino está escrito, y no puedes hacer nada contra él, supone además de inocencia (por creer en el destino), una burda justificación de la ineptitud para luchar en la vida por mejorar y conseguir un gramito de felicidad, y por supuesto no conseguirlo.

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  2. Anónimo II:
    Joder, que bueno.
    Y Anónimo I, eso es lo que sacas de una reflexión así, que hay que ser positivo, que el destino está escrito según el autor? No te has enterado de nada. En todo caso es contra el destino, una lucha por buscarse, y una equivocación en el camino elegido que lleva a ser otro dentro del que la vida nos ha hecho.
    Felicito al autor por este original retrato de un maldito escondido en una buena persona que ha luchado por huir de lo que la vida le ofrecía a través de sus pasiones y del azar.

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