Comemos en la ronda capuchinos, Hermanos Gómez, todo casero.
Y siempre acedias, que limpio de rebozado y piel, para dejar los filetitos
blancos, brillantes, mielosos y humeantes sobre el plato para que mi alma los
engulla uno a uno.
Los coches circulan y las piedras de la muralla se amontonan
unas sobre otras, resistiendo.
No me gusta dibujar, nunca se me dio. Antes de los platos
cogimos ambos una cuartilla cuadriculada e hicimos un dibujo. Inopinadamente,
me salieron unas palmeras muy juntitas, sus ramas disparadas como luces verdes,
plantadas en los cuadrados del papel sin más.
-
¿Por qué dibujas palmeras? – Me dice mi alma. –
Es invierno.

Luego está esta losa de la soledad. Esta soledad que no es
mía, que es de todos. Esta soledad que hay que asumir, que hay que paladear,
hay que escarbar en esta soledad hasta dar con la roca madre, hasta encontrar
el magma tibio en el fondo que nos abrigue, que nos dé un calor que nadie puede
darnos. Porque hay días en que
sinceramente, miro a mi alrededor y sólo veo ruina, sólo encuentro historias
rotas, palabras inconclusas, lágrimas sin sal, voces pequeñas sin ánimo para
acabar el día. Hay días así, y los veo en mí y a mi alrededor, y la pesadumbre
de los que amo y necesito, el dolor o el hastío de quienes habitan mi corazón,
me lastima y acelera mi pulso. Días en que por más que levanto mis hombros y
sigo caminando, siendo la espalda muy cargada.
Seré prepotente, seré sincero, seré claro: me siento fuerte,
me siento seguro. Por algún motivo, y por muy paradójico que sea, siento esa
fuerza en mí, siento mi mirada que me acompaña, mi mirada que he cuidado y
afinado estos cuarenta y cuatro años. Mi mirada miope, torpe, ilusa; mi mirada
que trata de ahondar y comprender el fondo de aquello que a veces se transforma
en figuras que no reconozco. Extraña paradoja, comprender o creer que se
comprende el fondo y la esencia de alguien, pero para entonces no saber muy
bien quién es ya ese alguien. Aquí la vida se convierte en un juego en el que a
cada tanto se barren las piezas del tablero para empezar una nueva partida.
Y sí, me siento fuerte, seguro, a menudo. Pero también sólo,
también en mi alegría hay pesar y tristeza, y por momentos, no alcanzo a ver el
sentido de este teatro. No es que la vida no tenga sentido, para nada, y una
mierda. La vida está llena de sentido, sólo tengo que mirar a mi alma chupando
la cuchara para no dejar nada del caramelo líquido del postre, sólo tengo que
mirar mis palmeras y las piedras centenarias que agazapadas dejan correr el
tiempo entre sus huecos, como aire que nada lleva. Tan sólo tengo que dejar que
mi imaginación vuele hasta la piel de arena que mi mano desea acariciar. La
vida está llena de sentido, de luz y sabor. Es sólo que algo estamos haciendo
con ella para acabar así.
Cuánta obviedad. Y ahora, qué haremos con los días y las
horas. Seguir adelante, por supuesto, porque pronto, a la vuelta de la esquina,
nos espera un segundo luminoso, ahí mismo está esa sonrisa, ese beso, el roce
de su piel, la risa y el mirar de mi alma. Todas las palabras de mi alma, por
ejemplo, me hacen morir y renacer cuando me habla con el corazón.
Esos instantes, esos segundos, son cómo carboncillos que
caen en nuestro tímido fuego…y crepita nuestra existencia con ellos.
Más que suficiente.
-
¿Por qué palmeras, ahora? – dice mi alma.
-
Esperan a que salga el sol, a que llegue el
verano – le digo.
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