Siento entre las costuras de mi
piel, en ese nido de arrugas que voy tejiendo con los años, un fondo oscuro que
se ha dulcificado, ha tomado el sabor del caramelo líquido. Mis sudores, antes
agrios y airados, son el vaho del pan recién hecho cuando cruzamos una tahona
por la mañana, amaneciendo, de regreso de la cama de nuestra amante a ese
vórtice de manta, sábanas arrugadas y un hueco silueteado de vacío, pero
también de presencia en él.

Definitivamente, nada es lo mismo, y uno
no puede cansarse de decirlo. Nunca la alegría había sido tan fuerte, hasta
doler a veces, jamás había la luz impactado dentro de mí hasta estirarme desde
dentro y sacudir el polvo de mi niñez perdida. Al final del dolor, la vida y
sus azares, está el niño que fuimos; y sólo un juego de muñecas rusas acaba por
despistarnos. Para devolvernos esa mirada nuestra cada uno busca sus
encantamientos, y danzamos con la vida, desnudos, arropados, a herida abierta,
con la mirada esquiva o desafiante. Cada cual con las armas que los años y el
vivir le van dando, casi siempre muy pocas, siempre escasas.
Yo no necesito buscar más. Un espíritu de
luz, divino y mortificante, tira de mis hilos, mueve mis brazos, me hace
asentir, saca de mis labios las sonrisas que nadie puede, las más sinceras. Un
espíritu de carne menguada y ojos abiertos, desmesurados, rientes, hace aletear
en mí la mirada más dulce, y también, por qué no decirlo, la más triste.
La más triste puesto que nos han impuesto
distancia y tiempo, a él y a mí, cuando ninguno la queríamos. Esto es la vida
real, welcome to Paradise! Han estirado ese cordón de oro que nos une hasta el
límite, o casi (suponiendo que tenga límites). Sin preguntar, sin dar opciones,
sin más por qué. Todo mi odio, concentrado en una gota de ámbar, para quien
propicia ese destino. No puede ser de otra manera. Espero que el ámbar se
endurezca, se nuble, y borre y deje atrás, sin más. Porque para vivir hay que
soltar, okey.
Es igual, seguimos adelante, ensayando con
el tiempo, comprendiendo que el mapa del universo se gestó en tres minutos,
todo él, y que por tanto, por qué no vamos a encontrar en una tarde soleada
risas, caricias, palabras y caminos para reconocernos siempre, mirándonos a los
ojos. Estoy ahí, donde me dejen y pueda, estoy ahí y un poco más, cuando no
estás y yo sigo, y me quedo, y estiro mi mirada y mi pensamiento. Cuando siento
el corazón ardiendo como un tambor que se extingue en el anochecer de los
tiempos. Estoy ahí.
Mis miedos son comunes, y mis penas, y mis
lloros. Soy como todos, y quiero lo que ellos. Me reconozco en todos esos
padres que sufren la ausencia de sus hijos, impuesta o sobrevenida, y comprendo
ese dolor y lo conozco como ellos. Nadie más, sin vivirlo, puede hacerlo.
Porque estoy hablando de padres, porque estoy hablando de hijos. Y de distancia
entre ellos.
El mayor temor, por muy irracional que
sea, es sentir que te mira y no te reconoce, ya no ve en ti a quien eres, has
perdido ese lugar. Ese temor está poblado con el eco de otros menores, donde oyes
una risa en el pasillo y recuerdas que ya no está, ves algo por ahí y te
vuelves para mostrarlo, pero él no está a tu lado para mirar y mirarte.
Un hijo ve el mundo en dos relámpagos, el
de la mirada directa a esa realidad llena de luz y verdad; y luego una más
íntima que lanza hacía ti, buscando porqués, buscando comprensión, buscando
amparo. Y tú, claro, en esos ojos que te buscan, recibes ese mundo que conoces,
pero que nunca habías visto así, que jamás pensaste posible de esa manera. Es
hermoso, grande e indescifrable, volver a ver por primera vez el mundo, pasados
los años, a través de los ojos de alguien tan pequeño, indefenso, frágil y
lleno de vida, alguien a quien quieres más que a ti mismo.
Finalmente el ciclo de los días se sucede,
haciendo su trabajo. Pasa el tiempo y en constante fuga vamos perdiendo aquello
que amamos, no se está quieto y hay que reinventarse cada día. La falsa ilusión
de continuidad se hace más palpable en la distancia, cuando semana a semana,
jueves a jueves, aprecias sutiles cambios, nuevo vocabulario, gestos
diferentes, unos centímetros más de repente, una herida de juego nueva, un rito
que se hace rutina, una rutina que se extingue. La mirada, tal vez esto es vana
ilusión, es siempre la misma. Y es ese chorro de luz que te atraviesa el que te
dice sí, sí. Y entonces corres, y te fundes en él.