
François Ozon, con unos tintes a lo Chabrol a ratos pero sin caer nunca en
su tenebrismo ni en su sicopatía, nos rasga el velo de lo cotidiano con la
mirada de un sorprendente personaje detenida sobre una familia prototípica
francesa de clase media. Y es que tenía que ser francesa esta película, por su
análisis y repulsa, conjugadas al mismo tiempo con cierta subyugación hacia ese
segmento social que representa el ideal europeo y francés de la civilización.
La clase media nos representa y da sentido, es como el molde de nuestro existir
y nuestra concepción de cómo ha de ser la vida. Muchas cosas hay contenidas en
un concepto de algo de lo que puede dudarse de que exista incluso.


Porque
de eso trata esta película, del poder de la literatura, de su fuerza, de su
capacidad para ensalzar no, para encarnar la vida como la propia vida parece no
hacer. La literatura es mirada y experiencia, no subraya, sino que crea y da
sentido a una serie de gestos y acontecimientos que muy a menudo están
desposeídos de toda historia por sí mismos.
La
literatura es un juego de Voyeurs. Y el profesor es un voyeur y un enamorado de
la mirada y trata de incluir la suya propia en la historia de Claude, sin poder
evitar caer una y otra vez en el hechizo de esas redacciones que le van
llegando a cuentagotas dándole el aire necesario para respirar lo justo hasta
la próxima entrega. La mirada de Claude es a veces fría, pero descubrimos poco
a poco en ella cómo se va contaminando y llenando de su propia historia y su
descubrir. Y cuanto la historia se acaba viene otra más, y otra.
Hay al
final varios finales posibles, y se nos ofrece el borrador de cada uno
brevemente, pero es el final infinito de la escritura, de lo posible y de la
germinación de una nueva historia lo que salva y aleja esta película de un
final a lo Chabrol (y era fácil caer en esa tentación, yo la temía a ratos).
Hay igualmente, no podía ser de otra forma, la perdición de sus protagonistas,
que ya han caído para siempre dentro de la narración, y esto les cambiará para
siempre.

Un reguero de títulos transitan,
todos ellos grandes obras (no he podido evitar reconocerme en alguno, como el estudiante Torless, especialmente), hasta que finalmente el profesor es golpeado por el
paroxismo de la historia y su mujer en la cabeza con un contundente tomo de “Viaje
al fin de la noche”. Y no creo que sea gratuito el título escogido, aunque a
modo de broma, porque hay pocas historias tan alejadas de ese terrible y grandísimo libro como ésta llena de
gracilidad, amabilidad y cierta tristeza socarrona (vaya oxímoron). Pero no es
gratuito, no, porque el fin de una historia se aproxima, y ahora que darle un
final que no es más que el comienzo de otra nueva historia.

Al
final, profesor y alumnos están enfermos, infectados por la misma forma de
locura, esa desviación, ese extraño atajo larguísimo que nos sirve no sólo para
entender o inventar, sino principalmente para vivir la vida: la literatura. La
literatura es la “ventana indiscreta” (al ver el final lo entenderéis), el ojo
hipnótico que da espíritu a la existencia. Y al activar ese ojo participamos de
ella, entramos en contacto directo con ese invento de difícil definición y aún
peor posibilidad de captación al que llamamos realidad.
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